miércoles, 27 de junio de 2007



Abel Sánchez
Miguel de Unamuno
Cátedra (Letras Hispánicas)
Madrid
1998

…y La Biblia se hizo novela.

Abel Sánchez no es el protagonista de la novela, es el motivo de la misma. Un triunfador nato, un ser que atrae las inclinaciones de los otros, un tipo con suerte al que todo le sale bien sin esfuerzo. Joaquín Monegro, amigo de la infancia de Abel, tras la elección de Helena, terminará obsesionado con fulminar de su espíritu la envidia que todo lo corroe, ya que es incapaz de realizar nada que no esté motivado por la necesidad de superar a su amigo, tanto es así que su carrera profesional se ve paralizada ante su empecinamiento. Todos sus movimientos son premeditados, elimina lo espontáneo y lo suplanta la penitencia, a imitación del santo Job, se auto-impone la elaboración del discurso en alabanza que realzará la carrera del pintor, la asistencia y abrazo de la religión y la concepción de un heredero. Es precisamente a su hija, Joaquina, a quien dirige su Confesión, este libro. Encuentra en la escritura la manera de sacar fuera el veneno y quiere dejar al descubierto el espíritu atormentado que es incapaz de controlar. Creo que es la novela más nivola de Unamuno, es la poética de su narrativa, en la que explicita los preceptos que mueven su obra. De los descendientes de Caín nacerán las artes, expresiones que buscan llamar la atención:“Y el nombre de su hermano fue Yúbal, el cual fue padre de todos los que tratan arpa y órgano” (Génesis IV, 21) y vengar así a Caín que debía vagar y ser extranjero en la tierra y quien le diera muerte siete veces sería castigado. Es el arte la descendencia de Caín, el labrador cuyos frutos no miró Jehová provocando el fratricidio. Eligió Dios el fruto de Abel, el pastor; ignoró el de Caín, el labrador cuyo sudor y esfuerzo no sirvieron para ser el elegido. Cruel prueba la del Creador supremo que desdeña el esfuerzo y elige el genio, el talento.
Hasta aquí la lectura “filológica”, ahora la personal. La tendenciosa división del mundo en buenos y malos, en sanos y enfermos, genera una serie de conflictos que resurgen leyendo este libro. El querer ser el preferido, el elegido, el seleccionado sigue siendo el motor de muchas almas, porque el éxito sigue midiéndose en esos términos y porque toda elección es de por sí maliciosa. ¿Quién no odia después de no ver su esfuerzo valorado? ¿Quién no se enoja por la constante exaltación de quien no creemos virtuoso? ¿A quién no enfurece la bondad permanente? ¿Quién es humano sin rencor? ¿Es, la rabia, veneno o un simple y necesario laxante? ¿Y la envidia? ¿Qué envidia Joaquín de Abel? Envidia el porcentaje estadístico de ser, desde la infancia, mejor considerado que él por el resto; envidia la natural simpatía que desprende y que no aplaca ni la confesión del hijo de Abel sobre su padre, porque no hay nada que complazca la animadversión que siente Joaquín por Abel, ni siquiera la muerte. Para algunos este libro habla de la envidia como un mal nacional, para mí es la ejemplificación de la injusticia natural contra la que no se pude luchar más que con la indiferencia.
Magnolia Medina
Viernes 2 de marzo del 2007
La Gramola – S/C de Tenerife

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